martes, 9 de febrero de 2016

“EL PRÍNCIPE CRISTIANO” DEMOCRÁTICO


He utilizado la expresión el Príncipe Cristiano por ser la clásica referida a los siglos XVI, XVII y XVIII, aunque creo que está claro que hoy día podríamos decir sin lugar a dudas el Rey Católico democrático.

La palabra o el término democracia es una de esas, muchas, que no tienen un sentido unívoco, pero que debido al constante uso que percibimos de ellas tendemos a utilizarlo según el que nos quieren dar e imponer los medios de comunicación de una manera machacona. Cuando oímos o leemos el término liberal todos sabemos que hay dos concepciones de éste y tenemos muy claro que no vamos a dejar engañarnos. Algo parecido sucede cuando se habla de democracia y por tanto de su adjetivo, democrático, pero aquí nos engañan con más facilidad. Por todo ello acudiré al sentido que le da la Iglesia Católica en sus encíclicas, sobre todo en las sociales.

En la encíclica Centesimusannus  (Juan Pablo II, hoy santo) en el capítulo V Estado y cultura habla de la democracia, y si lo analizamos habla de dos conceptos de la democracia. La Iglesia aprecia la democracia siempre que ello permita “asegurar la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantice a los gobernados (no utiliza el término ciudadanos que parecería como el más común, ¿por qué será?)la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien sustituirlos oportunamente de manera pacífica. Resumiendo,aparecen palabras claves: asegurar la participación en opciones políticas, elección efectiva por lo gobernados, control a los gobernantes y sustitución pacífica de éstos; a esto añade la recta concepción de la persona humana y el estado de derecho. Lo dicho ya lo adelantaba, básicamente, el Papa Pío XII en el radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1944).

Frente a esto, hoy día se llama democracia, y es rechazado por la Iglesia, “a formas políticas… en las que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamentales (he corregido el singular)” y que,según ellas, “no son fiables desde el punto de vista democrático…cuantos están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza… al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría, o que sea variable según los diversos equilibrios políticos”. Además sostienen concepciones de la persona humana en la que ésta no es portadora de valores eternos ni dirigida a un fin que no está aquí en la tierra.

Tampoco es una democracia querida por la Iglesia cuando nos encontramos ante “la formación de grupos dirigentes restringidos, que por intereses particulares o por motivos ideológicos, usurpan el poder del Estado”. Yo lo llamaría partitocracia.

Está claro que todo lo que acabo de citar como democracia, denostada por la Iglesia, lo tenemos en casa y además todos los medios de comunicación la bendicen como deseable o mal menor y maravilloso por dominar en los países de nuestro entorno, puesto que también cumplen las mismas características de indeseables. Por todo ello somos proclives a entender por única democracia este falso concepto; pero no es menos cierto que si el “Príncipe Cristiano” utiliza el término democracia en el sentido que la Iglesia aprecia, poco habría que echarle en cara.

De entrada hay que entender o presuponer que si el “Príncipe Cristiano” es realmente  defensor de la Monarquía Católica  seguirá dicha doctrina de la Iglesia en general y por tanto la doctrina social de la Iglesia en particular; pero vayamos un poco más en detalle. Si analizamos lo que nuestros padres entendían por FUEROS, y nosotros pensamos como ellos, veremos que en ese solo y único concepto, FUEROS, se reúnen y funden todos los requisitos de la democracia apreciada por la Iglesia.

Insistiendo más en detalle, don Carlos VII, en el manifiesto de Morentín (16 de julio de 1874) afirmaba que “reconozco…que los pueblos tienen derecho a que el Rey les oiga por medio de sus representantes libremente elegidos y la voz de los pueblos, cuya ficción no la desnaturaliza, es el mejor consejero de los Reyes”.A lo dicho hay que añadir que en el Acta política de Loredán (1897) el mismo Rey dice que “elegidos libremente los procuradores por cada clase… habrán de serlo con mandato imperativo, esto es, con poderes limitados y revocables a voluntad de sus electores, y siempre sujetos a dar cuentas ante éstos de sus actos”. Junto a lo anterior se defiende el “juicio de residencia” para pedir cuentas al gobernante que previsiblemente hubiera metido la mano a la caja común, y una serie de incompatibilidades que ya las quisiéramos hoy día. 


Con lo expuesto queda claro que un monarca que lleve a cabo este programa político (y nuestros monarcas lo ha llevado y lo llevan) cumple las condiciones de la democracia apreciada por la Iglesia, por lo que puede con orgullo y legitimidad intitularse monarca democrático, añadiendo, a su manera de entender la democracia, conceptos de regeneración democrática que se adelantan casi 120 años a algunas propuestas que de vez en cuando se oyen para distraer a los ciudadanos de los problemas de la corrupción galopante y del rapto de su opinión, a sabiendas de que nunca los van a implantar ni llevar a cabo porque nadie se pega un tiro en los pies, salvo que sea un Borbón descendiente de PuigMoltó. Insistiendo más en ello, el Rey de la Monarquía Tradicional y Católica no sólo puede llamarse democrático sino que atendiendo a lo expuesto, hoy por hoy, sólo él puede intitularse democrático.


Doctor José Caixal y Estradé, Obispo de Urgel.

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