miércoles, 30 de julio de 2014

El Producto Político


Borja Castro - www.cruzdesanandres.org -
Como todo el mundo, hay cosas de las que entiendo más, de otras menos, y de las más soy un neto ignorante. Una de las cosas en las que no lo soy es en política, y otra, que para eso me da de comer, de esas de las que entiendo, es de marketing, esa palabreja casi tan rara como "mercadotecnia" que viene a significar vender algo de la mejor manera posible. La base del marketing siempre es una: el Producto. Sin producto que vender no hay ventas, sin ventas no hay beneficio y sin beneficio no hay negocio: tan simple como eso.
Desde que el liberalismo, que no era más que una teoría económica convertida después en ideología (como el socialismo en origen) se implantara, también en política se puede reducir todo al concepto de producto y marketing. Las ideologías no existen ya, eso es una cosa del siglo pasado. Desde que descubrí el Nazibolchevismo -que sí, oiga, que eso existe- ya no me sorprende en absoluto la más extravagante ensalada ideofilosófica que me puedan querer servir, así que mi conclusión es que las ideologías sólo son productos políticos, como si de productos financieros, intangibles y hetéreos, se tratase; comercializados por unas empresas llamadas "partidos" que estudian cual multinacional de fastfood los más inmediatos resortes de la respuesta humana para convencer a los ciudadanos, en apenas dos eslóganes, de las bondades inherentes a su producto. Luego viene el desarrollo de la venta, o hacer tragar el propio discurso como el más dulce de cuantos se encuentran en el mercado.
Se han revelado como grandes vendedores de producto político en los últimos años empresas medianas, que de cooperativa tienen poco, identificándose por completo con sus líderes fundadores: una tomando como color corporativo el nombre de su creadora, en una campaña constante de folletos rosas; el otro poniendo el morado suplementario de la bandera segundarepublicana bajo el omnipresente rostro de su alabado prócer, al más puro estilo estalinista, hasta en las papeletas de voto.
Estos nuevos grupos se caracterizan por responder más que proponer. Se limitan a observar las problemáticas, para decir que hay que hacer todo lo contrario de lo que el gobierno en cuestión está haciendo. Es una forma de hacer oposición rácana, sin imaginación ni iniciativa, que parece más orientada a la réplica y el enfrentamiento que a la auténtica preocupación por los ciudadanos. Así, se ponen prácticamente al mismo nivel que los desastrosos gobiernos de alternancia sin ofrecer alternativa. Se podría esperar de éstos una política de “a verlas venir en caso de que formaran gobierno. Unos que se limitan a hablar de conceptos vagos, como el progreso, la democracia... sin concretar medidas ni estrategias más allá de la pataleta: (“hay que acabar con la corrupción”, dicen, y ahí se queda eso. No vayan a redactar una proposición de ley de reforma judicial, total para qué, si “los malos” tienen mayoría absoluta y aunque se le diga a la ciudadanía que ese texto existe, no lo van a tener en cuenta) Otros recuperando de los más arcaicos manuales de la revolución obrera ese ánimo por destruir lo existente para aglutinarlo todo en un omnipotente y mastodóntico estado totalitario.
El recurso a la demagogia, a hacer suyo el descontento general, pero aportando sólo parches, ora caducos ora absurdos, se ha convertido en el principal producto de competencia contra los productos ya asentados en el mercado: el liberalismo jacobino comercializado por el PP y la socialdemocracia marca registrada por el PSOE. Lo mejor de las compañías que cuentan ya con clientela fija es su capacidad acomodaticia para nuevos productos. Clientela, si, y no me refiero con ello solo a la llamada red clientelar de empresas satelitales que se hacen un sayo con el fondo social europeo, en Andalucía divisiones del PSOE y en Levante filiales del PP, sino a todos y cada uno de los votantes, que compran con sus votos uno u otro producto, porque (oh sopresa) los partidos que consiguen representación parlamentaria cobran unos céntimos por cada voto que reciben. Es algo así como la compra de productos subvencionados (otrora los sistemas de energía renovable domésticos, hoy vetados por el oligopolio endesa-fenosa-iberdrólico) en que el cliente no paga directamente, sino que ya lo hace mediante impuestos.
A una de estas grandes empresas políticas (los partidos, no las suministradoras eléctricas, aunque la línea que las separe sea cada vez más fina) ahora se les ocurre incorporar a su catálogo-programa un producto "novedoso", lo nunca visto, el último adelanto de las ciencias políticas: el Federalismo. La gran panacea entre el centralismo de la competencia y el separatismo de cortas miras de otras empresas que tienen sus zonas locales bien planteadas. Y desde luego que está bien vendido el producto: es compatible con la república, con la monarquía, con la unión europea, con el antieuropeísmo... es ese elemento estándar que le queda bien a cualquier modelo, aunque no valga para nada y no se sepa muy bien como usarlo. La cuestión es que se vende.
Llegamos ahora a lo que yo quería ir. Resulta que el Tradicionalismo Español, llámesele Carlismo, tiene un producto político sin competencia: el foralismo. Esa concepción que parece novedosa, de la que hay que explicar la diferencia con el ambiguo federalismo sin concretar que ahora vende la gran empresa de rojo, y tan dispar del centralismo de la empresa azul. Esa defensa de los fueros, que construye un programa de futuro viable fundamentado en el pasado como prueba de su misma factibilidad, parece, ya digo, novedosa: seguramente los pregoneros de la derecha inmovilista denunciarían una "concesión a los separatistas" al escuchar hablar de recuperar la soberanía foral, en la que cada reino, principado y señorío de cuantos componen las Españas, sean dueños de sí mismos, por sí decidan, y en relación como iguales se "confederen" con el resto de los demás. Por parte de la izquierda rupturista, para la que todo lo que no se inventen ellos, o más aún, lo que ya está inventado, es malo; tan amante de los experimentos y las innovaciones, será un arcaísmo anacrónico, pura arqueología legislativa, y dirán que no tiene sentido tomar como referencia un modelo medieval los mismos que han pasado horas y horas intentando aprobar Derecho Romano.
Analizándolo, en cambio, sería visto seguramente como una iniciativa mucho más moderna que el decimonónico federalismo pregonado por el PSOE, habida cuenta también del principio subsidiario municipalista, esa fórmula que sectores de la izquierda promueven denominándola Democracia Participativa. Otras cuestiones intrínsecas al Foralismo como tal, usos como el Juicio de Residencia, el Mandato Imperativo, la participación activa en la toma de decisiones de los cuerpos sociales espontáneos descargando de responsabilidades, por tanto de poderes y por ende de propiciatorias corruptelas al estado, pueden ser vistas como elementos novedosos, y sin embargo, no es más que el modelo organizativo natural, histórico y tradicional de España. El problema es la falta de marketing, la carencia de una forma convincente de vender ese producto.
Los partidos se gastan sumas indecentes en campañas electorales, y aún más indecentes por el origen, en campañas de propaganda institucional. Los ayuntamientos gobernados por uno u otro partido destinan partidas presupuestarias millonarias a carteles y anuncios de los “logros” obtenidos por el gobierno municipal durante el año previo a las elecciones, con el escudo, emblema o logotipo local, que representa a todos los habitantes de la citada localidad, independientemente de su filiación política, bien visible como si fuera de propiedad exclusiva de la “empresa política” que gestiona el consistorio. Entre las campañas propias y las tribunas que les ofrecen los medios de comunicación, que bajo la información veraz auspician una forma de hacer política que se basa en hacer publicidad una y otra vez, los expertos en marketing de los partidos tienen la mayor facilidad para hacer llegar su “producto” a los clientes, y en esa pugna se dilapidan fortunas públicas y se desgastan esfuerzos profesionales, siempre en perjuicio de los ciudadanos. Finalmente, al común de los españoles nos ha llegado la idea de que la política es una cosa de unos cuantos que se pelean entre ellos, y que se reproduce siempre en el mismo orden: los que gobiernan hacen las cosas mal, los de la oposición protestan y proponen hacer las cosas al revés, cuando llegan al gobierno hacen las cosas al contrario y les salen igual de mal o peor, y los que antes gobernaban están ahora en la oposición y vuelven a protestar y decir que se hagan las cosas de otra manera distinta aún. Y así continuamente a todos los niveles.

No ha cambiado nada con la irrupción de esos grupos que se hacen llamar contrarios a “la casta” o “el sistema”; o los que se mantienen en el sistema para pretender “perfeccionarlo”. En absoluto, no es más que marketing, productos nuevos comercializados por los mismos, como los directivos de una empresa que forman otra distinta para vender el mismo producto un poco más barato. Porque pocas cosas más baratas han surgido en los últimos años en la política española que las agrupaciones a la derecha del PP y a la izquierda de IU, de las que no Podemos dar Vox desde aquí, porque no queremos. Barato porque han ido al mercado de la plaza del pueblo a comprarlo, y ahora lo venden como un producto de primera calidad, manufactura de alta política.

Una vez identificada la falta de capacidad de venta de nuestro producto, es momento de preguntarse, en base a las últimas experiencias, ya olvidándonos en la medida de lo posible de causas ajenas, qué forma habría de hacer llegar un producto tan atractivo a una gente que no lo conoce. En las últimas elecciones europeas, la única organización que se autodenomina Tradicionalista, y que defiende esa alternativa Foral, con todos sus componentes, ha participado en coalición con otras agrupaciones política con las que ha firmado un pacto de mínimos, pero tan mínimos, que no alcanzaban a contemplar, precisamente, ese producto. Cuando se hablaba, en los albores de la creación de Impulso Social, aún sin nombre, imagen ni programa (catastrófica decisión, desde el punto de vista del marketing, lo de esperar al último momento para presentar una marca, sin una campaña previa de teasing al menos) de los Cuatro Principios No Negociables, alguien del entorno soltó la voz de alarma: “mis Cuatro Principios Innegociables son DIOS, PATRIA, FUEROS y REY”, y los cuatro mínimos tan mínimos que se llevaban en la cartera de Impulso Social nos entran a nosotros sólo en el primero de ellos. Y resulta que es el tercero de los nuestros el que puede presentarse como el producto político más accesible, más útil y más atractivo.
Otros productos que tenemos en cartera están en la Doctrina Social de la Iglesia, que lejos de ser un programa cambiante es un compendio general de cuantos principios pueden ser aplicables desde una perspectiva católica práctica y consecuente. Cuestiones como la política económica, que se ha apoderado, dicho quedaba antes, de prácticamente toda la política, según lo recogido en la DSI, podría considerarse todo un adelantamiento por la izquierda a los teóricos del socialismo que perseveran en los errores demostrados. Propuestas como el distributismo, la promoción del cooperativismo y la propiedad compartida, que no abolida, podrían también ser vendidas con facilidad, en caso de saber hacerse. Ahora bien, hemos llegado al gran muro del prejuicio.

Un muro con el que nos encontramos los propios tradicionalistas: ¿qué lenguaje utilizamos? El problema de los arcaísmos que antes mencionábamos al hablar de los Fueros por sí mismos, nos mantiene también anclados en la indecisión sobre qué términos usar para explicar en qué consisten, concretamente y con referencia a otros modelos existentes y conocidos, el foralismo, el principio de subsidiariedad (palabra demasiado complicada incluso para escribir o pronunciar, imagínense ustedes para comprender) o la participación de los Cuerpos Intermedios de la Sociedad. Hace unos años se cometió un error tremebundo al intentar, desde cierta parte del tradicionalismo, adaptar estas palabrejas a un lenguaje más comprensible. A la concepción de la sociedad según la Doctrina SOCIAL de la Iglesia se le vino a llamar “socialismo”, por ello y no por otra cosa; a la aplicación práctica del principio de subsidiariedad se quiso denominar “autogestión”, y a la instauración en el panorama actual del Foralismo se le designó “federalismo”... y la liamos. La liamos tanto que se desnaturalizó todo lo que esos principios contenían, abriendo la puerta a ideas que, manipulando la retórica definida, persiguen todo lo contrario que lo que buscamos los tradicionalistas. Un error que se reveló de tal magnitud debe ser irrepetible, pero no por ello tenemos que chocarnos una y otra vez con el muro de los términos. Hay que tener en cuenta que, para quien no se acerque de motu propio al tradicionalismo, tratando de indagar sobre esos conceptos tan extraños, todas nuestras palabras suenan a chino cantonés, y se hace por tanto imprescindible la adopción de términos que puedan llegar hasta la sociedad con facilidad, aunque sean a modo de metáforas. Ya la misma denominación “tradicionalista” resulta extraña para el neófito, ya que aparece ante los ojos del ciudadano medio como “ultraconservador”, cuando realmente se trata de buscar el progreso sin renunciar a las raíces. Los productos que tenemos para aplicar provienen de unas raíces antiquísimas, y por tanto tienen unos nombres extrañísimos, pero son tan modernos “revolucionarios” frente a la apolillada y vieja institucionalidad proveniente de aquellas revoluciones de ha unos doscientos años, que resultarían ahora todo un soplo de aire fresco en el mercado inmóvil de la política, que se mantiene con los mismos productos desde hace esos dos siglos.

Tenemos pues dos opciones: o el lento, desabrido y pesaroso proceso pedagógico de realizar constantes campañas de explicación de los términos y su aplicación, o el recurso a la Reacción (que ya nos llamarán Reaccionarios y a mí se me hincha el pecho) y la respuesta: ¿Que el PSOE habla de Federalismo? Pues nosotros tenemos que responder que eso del federalismo es una copia barata del Foralismo, en la práctica mucho más profundo. ¿Que los que le han robado la bandera a los indignados hablan de Participación Ciudadana? Nosotros diremos que eso se llama principio de subsidiariedad, y si se aplica como autogestión pues muy bien, pero siempre manteniendo la importancia de las comunidades espontáneas (la familia, las asociaciones...) Es decir: sí, podemos hablar de federalismo, o mejor aún, como Carlos VII, de Confederación... FORAL, poniéndole un apellido a todo, tanto como les gusta a los demócratas definir como “participativa, representativa, orgánica...” o de cualquier manera a la Democracia. Podemos incluso hablar de esa Democracia Participativa para referirnos al modelo tradicional de decisiones subsidiarias, y replicar a la representatividad con el Mandato Imperativo, tan útil instrumento contra la corrupción como el Juicio de Residencia. Si es necesario utilizar, como marketing, palabras modernas para dar a conocer sistemas y fórmulas tradicionales, no debemos dudar en hacerlo, porque la Tradición, como dijo Chesterton, es la transmisión de la llama, no la adoración de las cenizas. Para eso ya están los cenizos que siguen dándole vueltas a los libros mil veces quemados del Siglo XIX.

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