Borja Castro - www.cruzdesanandres.org -
Como
todo el mundo, hay cosas de las que entiendo más, de otras menos, y
de las más soy un neto ignorante. Una de las cosas en las que no lo
soy es en política, y otra, que para eso me da de comer, de esas de
las que entiendo, es de marketing, esa palabreja casi tan rara como
"mercadotecnia" que viene a significar vender algo de la
mejor manera posible. La base del marketing siempre es una: el
Producto. Sin producto que vender no hay ventas, sin ventas no hay
beneficio y sin beneficio no hay negocio: tan simple como eso.
Desde
que el liberalismo, que no era más que una teoría económica
convertida después en ideología (como el socialismo en origen) se
implantara, también en política se puede reducir todo al concepto
de producto y marketing. Las ideologías no existen ya, eso es una
cosa del siglo pasado. Desde que descubrí el Nazibolchevismo -que
sí, oiga, que eso existe- ya no me sorprende en absoluto la más
extravagante ensalada ideofilosófica que me puedan querer servir,
así que mi conclusión es que las ideologías sólo son productos
políticos, como si de productos financieros, intangibles y hetéreos,
se tratase; comercializados por unas empresas llamadas "partidos"
que estudian cual multinacional de fastfood los más inmediatos
resortes de la respuesta humana para convencer a los ciudadanos, en
apenas dos eslóganes, de las bondades inherentes a su producto.
Luego viene el desarrollo de la venta, o hacer tragar el propio
discurso como el más dulce de cuantos se encuentran en el mercado.
Se
han revelado como grandes vendedores de producto político en los
últimos años empresas medianas, que de cooperativa tienen poco,
identificándose por completo con sus líderes fundadores: una
tomando como color corporativo el nombre de su creadora, en una
campaña constante de folletos rosas; el otro poniendo el morado
suplementario de la bandera segundarepublicana bajo el omnipresente
rostro de su alabado prócer, al más puro estilo estalinista, hasta
en las papeletas de voto.
Estos
nuevos grupos se caracterizan por responder más que proponer. Se
limitan a observar las problemáticas, para decir que hay que hacer
todo lo contrario de lo que el gobierno en cuestión está haciendo.
Es una forma de hacer oposición rácana, sin imaginación ni
iniciativa, que parece más orientada a la réplica y el
enfrentamiento que a la auténtica preocupación por los ciudadanos.
Así, se ponen prácticamente al mismo nivel que los desastrosos
gobiernos de alternancia sin ofrecer alternativa. Se podría esperar
de éstos una política de “a verlas venir en caso de que formaran
gobierno. Unos que se limitan a hablar de conceptos vagos, como el
progreso, la democracia... sin concretar medidas ni estrategias más
allá de la pataleta: (“hay que acabar con la corrupción”,
dicen, y ahí se queda eso. No vayan a redactar una proposición de
ley de reforma judicial, total para qué, si “los malos” tienen
mayoría absoluta y aunque se le diga a la ciudadanía que ese texto
existe, no lo van a tener en cuenta) Otros recuperando de los más
arcaicos manuales de la revolución obrera ese ánimo por destruir lo
existente para aglutinarlo todo en un omnipotente y mastodóntico
estado totalitario.
El
recurso a la demagogia, a hacer suyo el descontento general, pero
aportando sólo parches, ora caducos ora absurdos, se ha convertido
en el principal producto de competencia contra los productos ya
asentados en el mercado: el liberalismo jacobino comercializado por
el PP y la socialdemocracia marca registrada por el PSOE. Lo mejor de
las compañías que cuentan ya con clientela fija es su capacidad
acomodaticia para nuevos productos. Clientela, si, y no me refiero
con ello solo a la llamada red clientelar de empresas satelitales que
se hacen un sayo con el fondo social europeo, en Andalucía
divisiones del PSOE y en Levante filiales del PP, sino a todos y cada
uno de los votantes, que compran con sus votos uno u otro producto,
porque (oh sopresa) los partidos que consiguen representación
parlamentaria cobran unos céntimos por cada voto que reciben. Es
algo así como la compra de productos subvencionados (otrora los
sistemas de energía renovable domésticos, hoy vetados por el
oligopolio endesa-fenosa-iberdrólico) en que el cliente no paga
directamente, sino que ya lo hace mediante impuestos.
A
una de estas grandes empresas políticas (los partidos, no las
suministradoras eléctricas, aunque la línea que las separe sea cada
vez más fina) ahora se les ocurre incorporar a su catálogo-programa
un producto "novedoso", lo nunca visto, el último adelanto
de las ciencias políticas: el Federalismo. La gran panacea entre el
centralismo de la competencia y el separatismo de cortas miras de
otras empresas que tienen sus zonas locales bien planteadas. Y desde
luego que está bien vendido el producto: es compatible con la
república, con la monarquía, con la unión europea, con el
antieuropeísmo... es ese elemento estándar que le queda bien a
cualquier modelo, aunque no valga para nada y no se sepa muy bien
como usarlo. La cuestión es que se vende.
Llegamos
ahora a lo que yo quería ir. Resulta que el Tradicionalismo Español,
llámesele Carlismo, tiene un producto político sin
competencia: el foralismo. Esa concepción que parece novedosa, de la
que hay que explicar la diferencia con el ambiguo federalismo sin
concretar que ahora vende la gran empresa de rojo, y tan dispar del
centralismo de la empresa azul. Esa defensa de los fueros, que
construye un programa de futuro viable fundamentado en el pasado como
prueba de su misma factibilidad, parece, ya digo, novedosa:
seguramente los pregoneros de la derecha inmovilista denunciarían
una "concesión a los separatistas" al escuchar hablar de
recuperar la soberanía foral, en la que cada reino, principado y
señorío de cuantos componen las Españas, sean dueños de sí
mismos, por sí decidan, y en relación como iguales se "confederen"
con el resto de los demás. Por parte de la izquierda rupturista,
para la que todo lo que no se inventen ellos, o más aún, lo que ya
está inventado, es malo; tan amante de los experimentos y las
innovaciones, será un arcaísmo anacrónico, pura arqueología
legislativa, y dirán que no tiene sentido tomar como referencia un
modelo medieval los mismos que han pasado horas y horas intentando
aprobar Derecho Romano.
Analizándolo,
en cambio, sería visto seguramente como una iniciativa mucho más
moderna que el decimonónico federalismo pregonado por el PSOE,
habida cuenta también del principio subsidiario municipalista, esa
fórmula que sectores de la izquierda promueven denominándola
Democracia Participativa. Otras cuestiones intrínsecas al Foralismo
como tal, usos como el Juicio de Residencia, el Mandato Imperativo,
la participación activa en la toma de decisiones de los cuerpos
sociales espontáneos descargando de responsabilidades, por tanto de
poderes y por ende de propiciatorias corruptelas al estado, pueden
ser vistas como elementos novedosos, y sin embargo, no es más que el
modelo organizativo natural, histórico y tradicional de España. El
problema es la falta de marketing, la carencia de una forma
convincente de vender ese producto.
Los partidos se gastan sumas
indecentes en campañas electorales, y aún más indecentes por el
origen, en campañas de propaganda institucional. Los ayuntamientos
gobernados por uno u otro partido destinan partidas presupuestarias
millonarias a carteles y anuncios de los “logros” obtenidos por
el gobierno municipal durante el año previo a las elecciones, con el
escudo, emblema o logotipo local, que representa a todos los
habitantes de la citada localidad, independientemente de su filiación
política, bien visible como si fuera de propiedad exclusiva de la
“empresa política” que gestiona el consistorio. Entre las
campañas propias y las tribunas que les ofrecen los medios de
comunicación, que bajo la información veraz auspician una forma de
hacer política que se basa en hacer publicidad una y otra vez, los
expertos en marketing de los partidos tienen la mayor facilidad para
hacer llegar su “producto” a los clientes, y en esa pugna se
dilapidan fortunas públicas y se desgastan esfuerzos profesionales,
siempre en perjuicio de los ciudadanos. Finalmente, al común de los
españoles nos ha llegado la idea de que la política es una cosa de
unos cuantos que se pelean entre ellos, y que se reproduce siempre en
el mismo orden: los que gobiernan hacen las cosas mal, los de la
oposición protestan y proponen hacer las cosas al revés, cuando
llegan al gobierno hacen las cosas al contrario y les salen igual de
mal o peor, y los que antes gobernaban están ahora en la oposición
y vuelven a protestar y decir que se hagan las cosas de otra manera
distinta aún. Y así continuamente a todos los niveles.
No ha cambiado nada con la irrupción
de esos grupos que se hacen llamar contrarios a “la casta” o “el
sistema”; o los que se mantienen en el sistema para pretender
“perfeccionarlo”. En absoluto, no es más que marketing,
productos nuevos comercializados por los mismos, como los directivos
de una empresa que forman otra distinta para vender el mismo producto
un poco más barato. Porque pocas cosas más baratas han surgido en
los últimos años en la política española que las agrupaciones a
la derecha del PP y a la izquierda de IU, de las que no Podemos dar
Vox desde aquí, porque no queremos. Barato porque han ido al mercado
de la plaza del pueblo a comprarlo, y ahora lo venden como un
producto de primera calidad, manufactura de alta política.
Una vez identificada la falta de
capacidad de venta de nuestro producto, es momento de preguntarse, en
base a las últimas experiencias, ya olvidándonos en la medida de lo
posible de causas ajenas, qué forma habría de hacer llegar un
producto tan atractivo a una gente que no lo conoce. En las últimas
elecciones europeas, la única organización que se autodenomina
Tradicionalista, y que defiende esa alternativa Foral, con todos sus
componentes, ha participado en coalición con otras agrupaciones
política con las que ha firmado un pacto de mínimos, pero tan
mínimos, que no alcanzaban a contemplar, precisamente, ese producto.
Cuando se hablaba, en los albores de la creación de Impulso Social,
aún sin nombre, imagen ni programa (catastrófica decisión, desde
el punto de vista del marketing, lo de esperar al último momento
para presentar una marca, sin una campaña previa de teasing al
menos) de los Cuatro Principios No Negociables, alguien del entorno
soltó la voz de alarma: “mis Cuatro Principios Innegociables son
DIOS, PATRIA, FUEROS y REY”, y los cuatro mínimos tan mínimos que
se llevaban en la cartera de Impulso Social nos entran a nosotros
sólo en el primero de ellos. Y resulta que es el tercero de los
nuestros el que puede presentarse como el producto político más
accesible, más útil y más atractivo.
Otros productos que tenemos en cartera
están en la Doctrina Social de la Iglesia, que lejos de ser un
programa cambiante es un compendio general de cuantos principios
pueden ser aplicables desde una perspectiva católica práctica y
consecuente. Cuestiones como la política económica, que se ha
apoderado, dicho quedaba antes, de prácticamente toda la política,
según lo recogido en la DSI, podría considerarse todo un
adelantamiento por la izquierda a los teóricos del socialismo que
perseveran en los errores demostrados. Propuestas como el
distributismo, la promoción del cooperativismo y la propiedad
compartida, que no abolida, podrían también ser vendidas con
facilidad, en caso de saber hacerse. Ahora bien, hemos llegado al
gran muro del prejuicio.
Un muro con el que nos encontramos los
propios tradicionalistas: ¿qué lenguaje utilizamos? El problema de
los arcaísmos que antes mencionábamos al hablar de los Fueros por
sí mismos, nos mantiene también anclados en la indecisión sobre
qué términos usar para explicar en qué consisten, concretamente y
con referencia a otros modelos existentes y conocidos, el foralismo,
el principio de subsidiariedad (palabra demasiado complicada incluso
para escribir o pronunciar, imagínense ustedes para comprender) o la
participación de los Cuerpos Intermedios de la Sociedad. Hace unos
años se cometió un error tremebundo al intentar, desde cierta parte
del tradicionalismo, adaptar estas palabrejas a un lenguaje más
comprensible. A la concepción de la sociedad según la Doctrina
SOCIAL de la Iglesia se le vino a llamar “socialismo”, por ello y
no por otra cosa; a la aplicación práctica del principio de
subsidiariedad se quiso denominar “autogestión”, y a la
instauración en el panorama actual del Foralismo se le designó
“federalismo”... y la liamos. La liamos tanto que se
desnaturalizó todo lo que esos principios contenían, abriendo la
puerta a ideas que, manipulando la retórica definida, persiguen todo
lo contrario que lo que buscamos los tradicionalistas. Un error que
se reveló de tal magnitud debe ser irrepetible, pero no por ello
tenemos que chocarnos una y otra vez con el muro de los términos.
Hay que tener en cuenta que, para quien no se acerque de motu propio
al tradicionalismo, tratando de indagar sobre esos conceptos tan
extraños, todas nuestras palabras suenan a chino cantonés, y se
hace por tanto imprescindible la adopción de términos que puedan
llegar hasta la sociedad con facilidad, aunque sean a modo de
metáforas. Ya la misma denominación “tradicionalista” resulta
extraña para el neófito, ya que aparece ante los ojos del ciudadano
medio como “ultraconservador”, cuando realmente se trata de
buscar el progreso sin renunciar a las raíces. Los productos que
tenemos para aplicar provienen de unas raíces antiquísimas, y por
tanto tienen unos nombres extrañísimos, pero son tan modernos
“revolucionarios” frente a la apolillada y vieja
institucionalidad proveniente de aquellas revoluciones de ha unos
doscientos años, que resultarían ahora todo un soplo de aire fresco
en el mercado inmóvil de la política, que se mantiene con los
mismos productos desde hace esos dos siglos.
Tenemos pues dos opciones: o el lento,
desabrido y pesaroso proceso pedagógico de realizar constantes
campañas de explicación de los términos y su aplicación, o el
recurso a la Reacción (que ya nos llamarán Reaccionarios y a mí se
me hincha el pecho) y la respuesta: ¿Que el PSOE habla de
Federalismo? Pues nosotros tenemos que responder que eso del
federalismo es una copia barata del Foralismo, en la práctica mucho
más profundo. ¿Que los que le han robado la bandera a los
indignados hablan de Participación Ciudadana? Nosotros diremos que
eso se llama principio de subsidiariedad, y si se aplica como
autogestión pues muy bien, pero siempre manteniendo la importancia
de las comunidades espontáneas (la familia, las asociaciones...) Es
decir: sí, podemos hablar de federalismo, o mejor aún, como Carlos
VII, de Confederación... FORAL, poniéndole un apellido a todo,
tanto como les gusta a los demócratas definir como “participativa,
representativa, orgánica...” o de cualquier manera a la
Democracia. Podemos incluso hablar de esa Democracia Participativa
para referirnos al modelo tradicional de decisiones subsidiarias, y
replicar a la representatividad con el Mandato Imperativo, tan útil
instrumento contra la corrupción como el Juicio de Residencia. Si es
necesario utilizar, como marketing, palabras modernas para dar a
conocer sistemas y fórmulas tradicionales, no debemos dudar en
hacerlo, porque la Tradición, como dijo Chesterton, es la
transmisión de la llama, no la adoración de las cenizas. Para eso
ya están los cenizos que siguen dándole vueltas a los libros mil
veces quemados del Siglo XIX.
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